Laberinto multidimensional
A caballo entre una lección de astrofísica new age y una odisea épica de exploración intergaláctica, lo nuevo de
Christopher Nolan es un espejo postcontemporáneo del existencialismo aeroespacial de Kubrick, una indagación en la naturaleza humana desde la holgada perspectiva que proporciona la observación equidistante de la misma desde un remoto quinto pino hiperespacial, un retorno a todas esas grandes preguntas de la ciencia-ficción con resonancias antropológicas, una vuelta de tuerca, al fin y al cabo del ¿quiénes somos?, ¿de dónde venimos? y ¿a dónde vamos?.
Interstellar cuaja como un intrincado laberinto de dimensiones superpuestas, un viaje a los límites cognitivos del ser humano que busca respuestas a través de la ciencia en la exploración de nuevas fronteras que permitan expandir un universo terráqueo destartalado y decadente. Es decir, nos movemos en el terreno de la fábula apocalíptica, pero Nolan no es un director convencional, y por eso intenta trasladar a la polifonía dimensional del indómito universo el collage de percepciones oníricas interconectadas de
Origen, pero desde la perspectiva confusa y desafiante de un agujero negro, en el que la tridimensionalidad del mundo terrestre adquiere profundidades inabarcables.
Tanto, que en ocasiones la cinta es prisionera de esa retórica entre científica y metafísica que, nos tememos, abulta mucho más allá de lo necesario el metraje de una película que bascula entre lo sublime y lo redundante sin punto de rotación fijo. Tienes la sensación de que Nolan se pierde en algún punto indeterminado de ese vastísimo horizonte estelar en el que cristaliza la teoría de la relatividad de Einstein. Un mensaje muy sesudo que en ocasiones resuena un tanto artificioso, entre ínfulas de gran discurso, entre pretensiones desmesuradas de ese cine de grandes temas, de exhaustivas preguntas y respuestas.
Pero no todo es, ni mucho menos, derroche cerebral. Nolan es un perfecto dominador del arte de combinar el gran discurso fantacientífico y las emociones a flor de piel; la gran escala, en definitiva, y la pequeña. A la larga, más allá de su aparatosa parafernalia espacial y de sus excesos, a nuestro juicio, multidimensionales (que dañan y ensucian el ritmo y la inercia de la narración), la propuesta de Nolan cuaja como gran melodrama familiar, como fábula acerca del significado de la paternidad frente al rodillo inexorable del paso del tiempo. Interstellar es una película, a pesar de todo, extraordinariamente emotiva, casi siempre con causa y con una gestión virtuosa del sentimentalismo.
Pero hay también en este campo deslices hacia el romanticismo familiar edulcorado. Es decir, que mucho o poco, los dos registros desafinan dando forma a una gran película imperfecta. Nolan bascula aquí entre lo sublime y lo vulgar disfrazado de lo primero. La presentación de personajes es modélica, el primer acto está lleno de fuerza dramática, McConaughey procede con otra compensación impecable, y el jeroglífico estelar encierra minutos de reflexión muy intensos y guiños auténticos a la gran ciencia-ficción espacial de los 60 y 70. Pero esta vez el equilibrio es precario. No estamos en los niveles de excelencia de Origen o Memento, para entendernos. Una pequeña decepción, admitámoslo, habida cuenta de las enormes (quizá desmesuradas) expectativas.
Lo mejor:
El regreso de la gran épica existencialista intergaláctica
Lo peor:
El exceso de pretensiones acaba siendo un lastre muy pesado