La terapia del dorayaki
Hay mucho de la Naomi Kawase de siempre (musa del "festivaleo" de arte y ensayo) a lo largo y ancho de los muy sentimentales 120 minutos de su última película: la vejez, la inminencia de la muerte o las relaciones paterno-filiales no consanguíneas; temas que se repiten sistemáticamente en su cine y que comparecen en cada nueva película con diferentes disfraces. Pero abundan esta vez los ingredientes ajenos, los quiebros de un empeño de adaptación a un cine popular, de multisala, apto para todos los públicos. En ese aspecto, Una pastelería en Tokio es una propuesta insólita en el contexto de la filmografía de la directora de El bosque del luto. Se trata de una Kawase quizá demasiado condescendiente, una versión domesticada de una cineasta que hasta hoy no había cedido a las tentaciones del cine comercial.
Su última película es un intento evidente de bajarse del pedestal festivalero llegando a un público mucho más amplio, y hacerlo implica hacer concesiones de mucho peso. En los dos primeros actos procede Kawase con una revisión en clave nipona de las convenciones del cine de redención culinaria, dosificando el drama con pulso firme, absorta en un delicioso costumbrismo repostero (casi olemos los dorayakis) a la sombra de un cielo de cerezos en flor. Se trata de un cine amable y sin demasiadas aristas sentimentales pero resuelto con sencillez zen, mucho talento para manejar el tempo del relato, observando el drama con la distancia necesaria que consiente el correcto ensamblaje de las piezas sin atosigar el drama, sin enfatizar innecesariamente los perfiles de la tragedia que se va gestando plano a plano.
Son los mejores minutos de una película que tiende, a la larga, a abusar de sentimentalismos a medida que las cicatrices de los dos personajes protagónicos toman forma, pautadas, eso sí, por una preciosa galería de pillow shots paisajístico-estacionales muy de Ozu. La Kawase del tercer acto de su última película sí es una Kawase inédita y sorprendentemente, con los antecedentes en la mano, adicta al subrayado. Una pastelería en Tokio es tan tierna y hermosa como enfática en la presentación y administración del drama. Se ve con agrado, desde la empatía con un drama desplegado con demasiados tics melodramáticos que seduce pero que no deja poso. Un Kawase menor, en todo caso.
Lo mejor:
El irresistible costumbrismo repostero de los dos primeros actos
Lo peor:
Un exceso de sentimentalismo en el tercero