Menos real que lo animado
De todas las revisiones oportunistas que Disney está llevando a cabo en los últimos años a partir de sus clásicos, puede que esta versión en imagen fotorrealista de la producción animada La bella y la bestia (1991) sea la más superflua y paradójica. Al fin y al cabo, la tendencia que inició Alicia en el País de las Maravillas (2010) ha tenido como objetivos por lo general películas realizadas hace el tiempo suficiente como para que su reformulación vía el paradigma de lo digital haya sido capaz de auspiciar resultados, nunca memorables, pero sí al menos esforzados en cuanto a perspectivas e invención. Véanse al respecto Maléfica (2014) o El libro de la selva (2016), quizás los más destacables de una retahíla de títulos que componen también Cenicienta (2015), Peter y el dragón (2016), y proyectos en marcha como Dumbo (2018).
Si, como avanzábamos, esta segunda adaptación Disney de la fábula tradicional francesa La bella y la bestia se cuenta entre las más absurdas auspiciadas por el estudio, es porque ha transcurrido tan solo cuarto de siglo desde que se estrenase la dirigida por Gary Trousdale y Kirk Wise, una de las más populares aun a fecha de hoy para espectadores de al menos dos generaciones, como demuestran las más de ocho millones de copias de la película vendidas en DVD y Blu-ray, y su calificación por parte del portal IGN en 2010 como mejor filme animado de todos los tiempos. A ello debe sumarse que, en mayor medida aún que en la reciente El libro de la selva, los artífices de esta nueva visión del cuento han fiado gran parte de su impacto emocional a la banda sonora compuesta para la anterior película por Alan Menken; un hito asimismo, que, como ponen de manifiesto los momentos más briosos de la película que nos ocupa, no ha perdido ni un ápice de su aliento melódico.
Por ello, La bella y la bestia de 2017 es disfrutable, sobre todo, si se aprehende en términos de ceremonia cuasi teatral que se limitase a rendir homenaje al filme anterior, y que ganaría en forma de espectáculo Sing-Along del que pudiese participar el público. Ese aspecto de representación complaciente, de espíritu próximo al de una función escolar patrocinada, un parque temático o un libro para colorear, es subrayado por un diseño de producción manierista y una puesta en escena insustancial a cargo de uno de los artesanos más aburridos del Hollywood actual, Bill Condon. Lejos de concretar una atmósfera de mutación y extrañamiento como la ambicionada por El libro de la selva de Jon Favreau, la película de Condon sigue la estela plástica de la Cenicienta de Kenneth Branagh. Es decir, la materialización de un rococó pastel que hace, del píxel, cartón piedra, algo que supo trastocar la dinámica animación mixta -manual/digital- de la cinta previa. Teniendo en cuenta además que existe otra La bella y la bestia, realizada en 2014 por Christophe Gans con Vincent Cassel y Léa Seydoux como protagonistas, cuya opción estética era muy similar -aunque sus tonos fuesen quizá más decadentistas-, es probable que en apenas unos años las imágenes de una y otra se confundan en la memoria cinéfila.
Ya es casualidad, o no, que este aparato audiovisual ventajista y conservador, rematado por una interpretación execrable de Bella por parte de Emma Watson, sirva como soporte a lo único que representaba sobre el papel cierta auténtica novedad: una agenda ideológica a la moda en torno al empoderamiento de la mujer, la visibilidad de las minorías raciales y lo gay, y la condena del hombre heterosexual blanco, que tiene en la práctica la sutileza de un estornudo de elefante y la verosimilitud discursiva de los panfletos que reparten en la calle las sectas evangélicas. La irónica, estupenda encarnación de un Gaston acosador, narcisista y agresivo a cargo de Luke Evans, es una pista de lo que podría haber conseguido La bella y la bestia de atreverse a ser más cine y menos pantomima educativa en valores.
Lo mejor:
Funciona como homenaje al filme animado de 1991
Lo peor:
Su grado de creatividad intrínseca es cero