El enigma de nuestro mundo
En contra de lo habitual, cuantas más películas realiza, más difícil es aprehender el cine de
Denis Villeneuve, director de
La llegada. Sus largometrajes tempranos, Un 32 août sur terre (1998) y Maelström, plagados ya de inquietudes existenciales y metafísicas, hicieron de él ejemplo tardío de una corriente autoral apasionada por renovar los signos fílmicos, que afloró con fuerza en aquella época y se agostó con la muda de milenio, en lo que aún constituye un misterio cinéfilo. El mismo Villeneuve mantuvo un perfil bajo durante los albores del siglo XXI, hasta que la producción y repercusión de Polytechnique (2009) y, sobre todo,
Incendies (2010) amenazaron con hacer de él el enésima wonder boy a encumbrar y corromper en el circuito de festivales.
El director canadiense, sin embargo, ha eludido ese destino con una capacidad de trabajo y un salto a la órbita de Hollywood que le han permitido encadenar en la cartelera en apenas dos años
Enemy (2013),
Prisioneros (2013) y
Sicario (2015); películas que dan cuenta definitiva de un talante líquido sustentado, eso sí, en un dominio abrumador de las posibilidades actuales de la imagen y el sonido. Cualidad que hace de sus obras más contemplativas –Polytechnique,
Sicario– fascinantes incursiones en el ánima del presente, y de las más alegóricas –Maelström,
Prisioneros– ejercicios de presunción con cadencias plúmbeas, cargantes.
Como en el caso de
Christopher Nolan -aunque Villeneuve sea más sutil y artístico que el firmante de
Origen (2010)-, queda muchas veces la duda de si sus películas son profundas, o si su férreo andamiaje audiovisual simula dicha profundidad al gusto del público falsamente sofisticado de hoy, lo que haría de él en todo caso un cineasta idóneo para nuestro tiempo. Y, como en el caso de
Ridley Scott, del que ha heredado la secuela de Blade Runner (1982) en uno de los accidentes más felices del cine moderno, aún está por dilucidar si Villeneuve es un demiurgo o un diseñador; a Scott, de hecho, se le consideró hace ya décadas menos un creador de mundos que un ilustrador de los mismos, y de Villeneuve podría decirse otro tanto: ¿es un creador que nos descubre las claves de la época, o es un mero ilustrador privilegiado del zeitgeist cultural y espiritual dominante?
La llegada no solo no resuelve estas incógnitas, las acrecienta; constituyéndose así en reto íntimo para cada espectador. Más, al apreciarse que supondrá la consagración global de Villeneuve, que se instituirá en tendencia capital de la temporada y nuevo referente de un género en plena edad de oro fílmica, la ciencia ficción. Su origen es un relato escrito en 1998 por Ted Chiang, La historia de tu vida, que narra cómo, ante la aparición en nuestros cielos de doce naves alienígenas, el ejército estadounidense recluta a la lingüista Louis Banks (en pantalla,
Amy Adams) para que entable contacto con los tripulantes de una de dichas naves, estacionada sobre Montana, y averigüe sus intenciones. El trato de Louis con los extraterrestres la lleva a deducir que estos necesitarán en el futuro la ayuda de nuestra especie y que, con ese objetivo, han decidido enseñarnos un uso del lenguaje menospreciado habitualmente por el ser humano; un uso capaz de alterar nuestro estado de conciencia y nuestra vivencia de la realidad.
Con ecos de El enigma de otro mundo (1951) y Contact (1997), La llegada es, en primera instancia, una película de ciencia ficción que en ocasiones hace honor pleno al carácter especulativo, iluminador del género, y en otras abusa del mismo para elaborar romos discursos de corte sentimental o sociopolítico, que pretenden otorgarle una sobredosis de dignidad. En ese sentido, el libreto escrito por un guionista hasta la fecha discreto, Eric Heisserer, aunque meritorio dadas las características del relato original, no deja de encallar con cierta torpeza en los muchos frentes que abarca, amén de apelar a convenciones y golpes de efecto cuyo impacto emocional es directamente proporcional al menoscabo de las cuestiones filosóficas planteadas. Y Villeneuve, por su parte, está menos interesado en lidiar con esas discordancias, que en dotar a lo narrado de una atmósfera sugestiva y elocuente de por sí que propicia minutos extraordinarios -la llegada de los alienígenas y los días posteriores, la primera incursión de Louise en la nave-, pero también otros yermos e incluso vulgares.
El epílogo, que devuelve La llegada a su casilla de salida obligándonos a reformular el entendimiento de lo visto, es significativo al respecto de estos desequilibrios, del enigma Villeneuve. Por una parte, su recurso a una música célebre y unas imágenes de lírica afectada delatan pereza, y amenazan con evidenciar el carácter epidérmico, coyuntural y pretencioso del conjunto. Por otra, las cavilaciones en off de Louise y sus descubrimientos, dan voz a uno de los dilemas más relevantes de la contemporaneidad, el tocante a la previsibilidad de los relatos vivenciales e imaginarios, y la posible subversión de la misma vía la expresividad, el lenguaje, inquietud perenne de Villeneuve. Cuando, en el relato de Chiang, Louise concluye que "sabía desde el principio cuál era mi destino, y elegí continuar de conformidad con ello; pero, ¿estoy viajando hacia un extremo de alegría, o de dolor? ¿Conseguiré un mínimo, o un máximo?", es imposible no pensar en una humanidad que, aunque cree saberlo ya todo, sigue sin comprender nada; y en un
Denis Villeneuve como francotirador en huida perpetua de lo que se espera de sus películas, abstraído en malabares cada vez más audaces entre lo mínimo y lo máximo.
Lo mejor:
La película está llena de momentos memorables
Lo peor:
Hay algo en sus imágenes que incita a pensar en su fecha de caducidad antes que después