Literatura basura. Manual de autoyuda, por Gonzalo Garrido
EL primer obstáculo de una carrera literaria aparece cuando la persona decide ser escritor. Esto sólo sucede en tres momentos de la vida. Cuando el individuo ronda los veinte años, se despierta undía y se propone abandonar la universidad –en general estudia derecho o psicología– y dedicarse a emborronar las cuartillas de un bloc de rayas, hasta alcanzar la cima narrativa.
Es un momento clave en el desarrollo personal del futuro escritor. Sus primeros pasos son comunicar a todo el mundo esa profunda convicción. Comienza su andadura profesional soltándoselo a sus padres quienes le responden en la línea de: «sí, lo que nos faltaba, un vago en la familia, para eso te hemos metido en la universidad y hemos ahorrado durante años, encima qué van a pensar los abuelos, los vecinos, los amigos, aunque bien mirado si fueses como ese espadachín de Pérez Reverte que vende libros como churros…» [sólo leen XLSemanal los domingos].
El joven narrador ignora las afirmaciones contundentes de sus padres y se reafirma en dedicarse a escribir de todas formas. Empieza por la poesía porque le produce placer ver rellenar hojas con bastante rapidez, continúa con los microrrelatos, ya que le cuestan bastante poco e, incluso, se atreve con algún cuento. Y pronto salta al género por excelencia, la novela, con una trama rompedora de escritor joven –la opera prima siempre trata sobre escritores que escriben, valga la redundancia– que comienza su andadura profesional y sufre todo tipo de desprecios por parte de su entorno y de otros autores amigos, envidiosos y sin talento, que le sustraen el manuscrito cuando está casi terminado y lo publican subrepticiamente con un editor siniestro y con verrugas vestido siempre de negro.
El segundo momento llega con cuarenta años, cuando los niños y las facturas se le suben a la chepa al futuro autor y le falta oxígeno [por lo general, los escritores a esa edad sufren de asma]. Entonces decide que ya no aguanta más, ha perdido veinte años de creatividad y no quiere morir como sus antepasados sin haber realizado sus sueños. Pasa, en su momento, a decírselo a su media-orange que lo mira con ojos perversos y le comenta: «hoy has bebido, claro tanta comida de trabajo no puede traer nada bueno. ¿Te has dado cuenta de que te estás poniendo como un cachalote?».
Pero el escritor cuarentón es un hombre ducho en peleas y sabe que ésta la tiene ganada, por eso vuelve a sonreír y le informa de manera neutral: «sí, voy a dejar el trabajo y me voy a dedicar a escribir, tengo en mente una novela, pero no una novela cualquiera, una novela-polifónica al-cuadrado». La mujer empieza a calentarse y le informa que están en medio de una hipoteca a treinta años –hasta los cincuenta y cinco–, que las hijas van a uno de los colegios más caros de la ciudad [por culpa de él, por supuesto] y que la cuidadora de las criaturas cuesta un riñón a pesar de no pagar su seguridad social; sin mencionar la dichosa crisis, la subida de impuestos y el rescate financiero.
Mientras esto ocurre, en la cocina se oyen gritos de niños peleándose y el teléfono suena con una llamada de la entidad bancaria indicando que la cuenta está al descubierto y debe ponerla al día de inmediato o le embargan el piso de cien escasos metros.Aun así nuestro personaje no se arredra ante esas dificultades y comienza a imaginar su primer libro, un libro de intriga, con la ciudad de fondo, con muertes, traiciones, adulterios y dinero, mucho dinero. Y él sin quererlo se siente el detective protagonista de la situación, duro, marginal, pero con un punto de ternura.
El tercer momento es el último momento. Llega con sesenta años, tras una vida miserable y arrastrada en la que le han puesto con antelación de patitas en la calle de la fábrica y lo principal es cuidar de los cochinos nietos, de los yernos gorrones y de los perros de ambos colectivos. Entonces la muerte se ve muy cerca y se quiere poner orden en la maltrecha vida, un orden definitivo, inmutable, para siempre. Se comunica la decisión a la mujer, que lo ve bien porque así la deja un poco en paz y no se mete a organizar la cocina; y también se lo dice a los hijos–incluso políticos– quienes sólo piensan en que el viejo gasta demasiado dinero y les va a dejar sin un duro de la herencia [eso lo piensan, sobre todo, los de cuarenta que han fracasado en su profesionalización literaria] y están deseando que estire la pata pronto.
Por eso lo animan a escribir –así no sale a tomarse vinos a los bares, ni se va de vacaciones a Benidorm– y, sobre todo, le incitan a que lo haga con la mano, como Cela, para ahorrarse el ordenador, la impresora y demás aparatos. Él, por su parte, tiene claro que quiere abordar –como todos los narradores de su edad– una autobiografía en forma de dietario o epistolario fragmentado en la que el protagonista sea una persona mayor que vuelve a su juventud y cambia toda su vida, se va a una ONG en África y se enamora de una nativa de dieciocho años que le calienta la cama –y parte de su cuerpo– hasta el amanecer.
Cualquiera que sea la edad y, una vez comunicada la decisión, empieza el momento de la verdad, ese momento en el que la pregunta siempre es la misma: «¿engañaré a mucha gente en poco tiempo?».