Por Montxo Paz
Un domingo cualquiera de 1989 en Madrid. El grupo Los Secretos acaba de publicar su sexto álbum, La Calle del Olvido, tras obtener su primer disco de oro el año anterior con Directo. El punto de encuentro es en el bar La Bobia, situado en la calle San Millán, que viene a ser la antesala del Rastro. Un local emblemático, elegido por varios directores de cine como escenario de sus películas, como fue el caso de Almodóvar en Laberinto de pasiones.
Allí conocí a Enrique Urquijo, cantante y alma de la banda, a quién me unió nuestra mutua afición por los cómics. En la barra del bar escuché que comentaba con varios amigos su interés en completar la colección de El Teniente Blueberry, una secuencia francesa de historietas del oeste; también le gustaba Jim Cutlass, de los mismos autores. Y yo tenía unos cuantos ejemplares en mi piso de la glorieta de Embajadores. De forma espontánea, se lo comenté y quedamos para el domingo siguiente, a la misma hora, para el primer intercambio. Yo le pasaría varios ejemplares de Blueberry a cambio de Torpedo 1936, una serie española que narra las aventuras de Luca Torelli, un desalmado asesino a sueldo. Así fue, y a continuación, seguimos el periplo por la Plaza de Cascorro y aledaños, perdiéndonos entre numerosos tenderetes de venta y algunas tabernas.
Quién me diría en aquel momento que un par de años más tarde conocería en el King Creole de Malasaña a la chica de los “ojos de gata”, con quién mantengo una estrecha amistad desde entonces. Diez años después de aquel primer encuentro con Enrique, mientras Los Secretos preparaban el lanzamiento de un segundo volumen recopilatorio (Grandes éxitos: Vol. 2), la muerte le sorprendió en una oscura noche de noviembre, precisamente el día anterior al lanzamiento del álbum. Su desaparición supuso un tremendo golpe para el grupo, cuyo futuro se suspendía en el aire, hasta que su hermano Álvaro asumió el liderazgo al año siguiente. El resto ya es historia conocida.
Guardaba mi colección de cómics y otras joyas underground en un viejo baúl que había comprado a un anticuario de la Ribera de Curtidores. Y que trasladé hasta mi casa en Alonso del Barco, en una procesión estilo “santa compaña”, junto a tres colegas del barrio. Conservaba varios ejemplares de La Luna de Madrid, revista plural, abierta y divertida, con una redacción integrada por colaboradores que participaban desinteresadamente en el proyecto. Otro de mis tesoros era El canto de la tripulación, publicación donde se congregaron un grupo de artistas y fotógrafos bajo la atenta mirada del inquieto Alberto García-Alix. Con textos de Cesare Pavese y greguerías de Ramón Gómez de la Serna, fue un grito a la libertad en una época de profundos cambios y, sobre todo, de gran ilusión por utilizar el arte como medio reivindicativo. Algunos números los conseguí directamente en las librerías, otros en una suerte de intercambios nocturnos en el pub Cuatro Rosas, local de Gabinete Caligari en la calle Fomento, junto a la Plaza de España, donde atendían la barra Rossy de Palma y Fernando Estrella. En sus paredes dejamos estampadas nuestras firmas, con una promesa de amor incondicional que no se cumplió. Y el baúl de mis secretos, con aquella chica se quedó.
Este y otros contenidos en el nuevo número de La Ría Del Ocio.