En estos tiempos, más que nunca, vemos la realidad a través de la ventana.
Confinados en nuestras casas, las ventanas se han convertido en nuestras lentes de mirar, tanto de lejos como de cerca. También dentro de casa hay ventanas: la ventana de la pantalla del ordenador, la pantalla del móvil, o las ventanas que son los ojos de algunos de nuestros seres queridos con los que convivimos en nuestros hogares las veinticuatro horas del día.
En cada una de estas ventanas rebota incesantemente una pregunta que nadie puede hoy contestar con certeza, ¿y mañana?
Cambios, pero ¿qué cambios?
Mañana en el tiempo de la arquitectura y del urbanismo no es precisamente la inmediatez de las horas o de los días. Si esta situación engendra algún cambio en la arquitectura o en el diseño de las ciudades, la naturaleza de este cambio se asemejará a un mar de fondo de cambios lentos que nos llevarán a algún lugar dentro de una escala temporal de años.
Ese mar de fondo, sin embargo, podría surgir entorno a tres vectores fundamentales.
La ciudad sana
Como dice Richard Sennett, los problemas de salud pública fueron los que hicieron repensar la ciudad, porque las enfermedades afligían tanto a los ricos como a los pobres.
Es pertinente retomar el concepto de ciudad sana para ponerlo en primera línea. Debemos reflexionar conjuntamente sobre asuntos como el incremento de la masa forestal de las ciudades, capaz de producir un aire más puro; la erradicación completa del automóvil de combustión privado; y la introducción del aprovechamiento del ciclo del agua, recogida, reciclaje aguas grises, almacenamiento, diseño de fachadas captadoras de agua…
Tras estos temas se agolpan nuevas consideraciones prácticas como el diseño de una arquitectura de terrazas y balcones, de espacios realmente vivibles en el exterior; la capacidad de transformar los terrados de las viviendas en huertos de producción a escala de barrio; o el empleo masivos de materiales de origen natural. Estrategias y acciones que van de la escala ciudad a la pequeña escala arquitectónica.
Hay mucho urbanismo que recorrer en ese sentido. Y qué mejor que después de una crisis sanitaria empezar de verdad a ponerlo en práctica.
La ciudad de las delicias
Los huertos urbanos y las granjas urbanas, normalmente verticales, ya se han instalado en nuestro imaginario. Pero la puesta en práctica sigue siendo marginal o voluntarista, y por tanto, poco escalable.
Aún así, ya estamos tímidamente asumiendo que la mejor dieta alimentaria es la de kilómetro 0 (es decir, aquella que suma menos huella carbono). Y para hacer eso viable, hay que extender y escalar esa idea.
Por tanto, necesitamos aprovechar todos los espacios urbanos que tengan suelo en plena tierra, en la cota 0, y crear un cultivo por invernaderos en las cubiertas de los edificios, como antes apuntaba.
¿Eso va a permitir la autosuficiencia? Seguramente no al 100%. Pero solamente desde una producción de proximidad, tendrá sentido que para ciertos productos tengamos que ir un poco más lejos. Los cereales, la carne, y tantos otros, no se pueden cultivar en los parques o los jardines de nuestras ciudades. ¿Pero y todo lo demás?
¿Qué ocurre con ciertos alimentos, los llamados superalimentos, tales como las algas de espirulina y la chlorella, las bayas de goji, açal o de aronia, las semillas de chía y cáñamo? Muchos de estos alimentos, muy concentrados de proteínas y antioxidantes, requieren extensiones pequeñas que pueden perfectamente ocupar el terrado de los edificios de oficinas y de viviendas. ¿Para cuando una regulación que lo permita?
La ciudad resiliente
La resiliencia urbana es un concepto que se ha incorporado recientemente al vocabulario del diseño urbano avanzado. La idea de resiliencia urbana, es decir, la capacidad de generar una respuesta adaptativa tras episodios de estrés extremo, abarca una gran panoplia de conceptos y acciones específicas. Se trata de incentivar la capacidad de anticipación y empoderamiento ciudadano, y están íntimamente relacionadas con los procesos de transición hacia un nuevo modelo energético, la adaptación al cambio climático, la descentralización del uso del agua o la capacidad asistencial inmediata de grandes colectivos sociales.
Una ciudad diseñada en términos resilientes es aquella que de forma extremadamente eficiente y empática es capaz de dar cobijo, asistencia y alimento en mitad de una pandemia.
Es bien cierto que la idea de resiliencia se ha asociado a catástrofes de origen natural, huracanes, inundaciones, terremotos, etc., pero no cabe duda de que después de esta pandemia se ampliará a catástrofes virológicas o bacterianas de alcance global. Eso significa que la resiliencia se deberá orientar a que pueda ocurrir, al mismo tiempo y en una buena parte del mundo, una situación de catástrofe. Eso impulsará todavía más la solidaridad global, y debería también ayudar a que emerjan los conceptos de transformación urbana.
Como comenta el escritor y filósofo Paolo Giordano, la epidemia nos anima a pensar en nosotros mismos como parte de una colectividad; nos obliga a hacer un esfuerzo que simplemente no haríamos en una situación normal: reconocernos inextricablemente conectados a los demás y tenerlos en cuenta en nuestras decisiones.
Qué mejor expresión de la idea de comunidad que el concepto de ciudad. Y qué mejor herramienta que la arquitectura.