Lucrecia Conti, la actriz más importante del cine, el teatro y la televisión de España, ha fallecido. Asistimos al gran velatorio que el Ministerio de Cultura ha organizado en su honor en un teatro para que el público pueda despedirse de su admirada estrella. Sus nietas Ainhoa y Mayte ponen orden porque las muestras de cariño son inmensas. También aparece Miguel, un primo lejano cuyo parentesco real es desconocido.
Todo cambia cuando los asistentes quedan encerrados en el teatro porque el fantasma de Lucrecia se aparece para despedirse a lo grande.
Nadie da crédito a lo que sucede. El fantasma tiene asuntos que resolver incluso con su propio representante, Alberto Luján, que trata de contener como puede a la prensa que se agolpa fuera. La noticia está apareciendo en todos los medios de comunicación, y todos los programas de televisión están enviando unidades móviles al teatro para conectar en directo con Lucrecia… o lo que queda de ella.
No hay precedentes de algo así y Lucrecia va a aprovechar al máximo este momento en el que por fin se le presta la atención que merece para solucionar, viva o muerta, todos sus problemas profesionales y personales: desde aceptar una serie de televisión en la que hace de muerta (sic), dejar que le hagan un muñeco de cera para el Museo de Ídem de Madrid o decirle a una de sus nietas si puede ennoviarse con un chico al que todos le ven cierto parecido familiar…
Todo eso mientras está pendiente de que el público no pase hambre en este ratito de “encierro” y ofreciéndoles un maravilloso show.
Porque el espectáculo, incluso después de la vida siempre debe continuar.