Billy Elliot. El musical
Tiramos de la manta hacia un lado y se destapa el opuesto. Eso pasa con los géneros, cuidan más un aspecto que otro, según toque. Si un actor canta en una pieza de texto nadie le pide que sea Renata Tebaldi. En un musical –¡no digamos en una ópera!– nos parecen de recibo actuaciones que nos harían clamar al cielo en Calderón. Billy Elliot era, ya a priori, sui generis en este aspecto: con un director especializado en texto (aunque con dos musicales juke-box en el currículo) y un elenco cuajado de intérpretes más que aguerridos en el teatro no musical.
En ocasiones (pocas) las previsiones se cumplen y el resultado es el que cabía esperar leída la ficha artística: un musical interpretado con estándares bastante por encima de lo que suele ser la norma. Como, además, todo lo que se espera del género –música y espectáculo, o sea, buenas canciones, coreografía y aparato escenográfico– se salda con un notable alto y la fábula suscita la adhesión emocional de medio planeta, me parece que el invento lleva camino de arrasar. Ah, lo olvidaba: niños en escena, éxito servido. Hay una impresionante rotación de menores cuyo coordinador merecería una entrevista, pero a mí me tocó uno de esos a los que las hadas rozaron en la cuna: Diego Poch. ¿Cabe tamaña presencia escénica en menos de metro y medio de altura? Mi número favorito: el de Mamen García.
Fecha de publicación: 20/10/2017