Las máscaras del (super)héroe
Wade Wilson ( Ryan Reynolds), un exmilitar, sobrevive en Nueva York como mercenario. Cuando cree haber encontrado la felicidad en brazos de una prostituta, Vanessa ( Morena Baccarin), descubre que sufre de un cáncer terminal. Desesperado, Wade acepta ser cobaya en un programa experimental secreto liderado por el siniestro Angel Dust (Ed Skrein). El precio de su cura es el de la adquisición de superpoderes… y la desfiguración de rostro y cuerpo. Wade se reinventa como Deadpool, una figura enmascarada y cargada de armamento que ejerce como justiciero urbano, busca vengarse de quienes arruinaron su existencia, y, en última instancia, tratará de salvar la vida de Vanessa, secuestrada por Dust.
Como es habitual en las producciones de Hollywood, que aspiran a dejar claro al espectador lo que está viendo desde el primer plano -a fin de que no se llame a engaño, de que se relaje y disfrute-, Deadpool da cuenta ya en sus títulos de crédito primeros de todas sus ambiciones, su apuesta creativa; pero, también, sin pretenderlo, de sus aciertos y limitaciones, de lo que está a punto de ser y lo que solo osa ser: un plano imposible, virtual, recorre en bullet time el escenario congelado de un brutal accidente automovilístico, integrante de una de las escenas de acción más espectaculares de la película. Mientras la cámara evoluciona en torno a parabrisas que se resquebrajan, balas en dirección a su objetivo, neumáticos que revientan y cuerpos humanos a punto de astillarse contra el metal y el asfalto, los créditos nos informan con sarcasmo de quiénes son a un lado y otro de la pantalla los artífices de esta y de otras propuestas cortadas por patrones similares.
A Deadpool le basta con esta introducción para darnos a entender que va a jugar humorísticamente con todas las convenciones del cine de superhéroes hoy en boga, y que va a hacerlo recurriendo, cuando lo estime oportuno, a la agresividad y la distorsión audiovisuales. Sin embargo, mientras que en el primer aspecto la cinta puede considerarse un éxito, un festival del humor en ocasiones cargante pero por lo general divertido y, lo que es más importante, agudo, en el segundo no da la talla. Como consecuencia, Deadpool acaba siendo menos una película revulsiva acerca del superhéroe –como Super (2010) o la saga Kick-Ass (2010-2013)-, que una película de superhéroes dirigida a los fans del género que se sientan al fondo de la clase ataviados con camisetas de Metallica. Ni menos ni más que, como suele decirse, un soplo de aire fresco en comparación a macroeventos como Vengadores: La era de Ultrón (2015) o la inminente Batman v Superman: El amanecer de la justicia (2016), y producciones tan pulcras, asépticas, como Thor: El mundo oscuro (2013) o Ant-Man (2015). Otra máscara del género para garantizar su pervivencia en el mercado.
En este aspecto, Deadpool es fiel al espíritu del cómic en que se inspira, ideado para Marvel en 1991 por Rob Liefeld y Fabian Nicieza. Creación típica de su época, Deadpool comenzó siendo un villano, un mercenario desgraciado física y mentalmente; pero su repercusión terminó por hacer de él un héroe a regañadientes, de moral ambigua y con tendencia a romper la cuarta pared para comentar jocosamente con el lector lo que sucedía fuera y dentro del marco de las viñetas. El talante sedicioso de Deadpool nunca fue tanto como para impedir que sus aventuras resultasen perfectamente compatibles con el resto del universo Marvel, y para que hayan tenido continuidad con fama creciente durante cuarto de siglo. De la misma manera, la película, por mucho que juegue con el orden narrativo de los acontecimientos o simule relativizarlos, es una mezcla estereotípica de origen de un superhéroe cualquiera a lo X-Men Orígenes: Lobezno (2009) -en la que, por cierto, aparecía por primera vez, aunque como mero invitado, Ryan Reynolds/Deadpool– e historia de amor imposible a lo Darkman (1990). Mezcla en la que pesan lo suyo la corrección política y los chistes coyunturales, así como un presupuesto ajustado y una escasa capacidad para el mazazo formal por parte del director debutante Tim Miller -lo que no deja de ser paradójico, dado que entre sus créditos previos figuran los efectos visuales de Scott Pilgrim contra el mundo (2010) y los títulos de crédito iniciales de Millennium: Los hombres que no amaban a las mujeres (2011)- y el montador Julian Clarke, colaborador habitual del realizador sudafricano Neill Blomkamp.
Esos mazazos no tienen tanto que ver con la violencia cuya explicitud salpica a menudo la pantalla, como con la manifestación del espíritu latente en Deadpool, que no es otro que el de la condición en esencia psicótica del superhéroe y el entorno en que transcurren sus peripecias, en el que los perfiles de lo pulp dejan a menudo de ser mullidos para desvelar sus aristas más tétricas y perversas. Algo que brilla por su ausencia en casi todo momento de la película que nos ocupa, a excepción de arrebatos puntuales como el ya comentado al inicio y, en especial, las sesiones de tortura a que Dust somete a Wade, caracterizadas por un expresionismo perturbador y un sadismo arbitrario que contrastan con la funcionalidad de los argumentos y la puesta en escena presentes en el grueso del metraje. Las imágenes de Deadpool no se atreven a ser, en resumen, dignas de los pintarrajos propios de un niño demente que el protagonista gusta de dibujar tarareando y al borde del abismo.
Lo mejor:
El entusiasmo de Ryan Reynolds como impulsor del proyecto y actor
Lo peor:
La sobrevaloración de su verdadero alcance