Tarantino culmina con su última propuesta un cantado viaje a la mitología del western que se cuenta entre lo más brillante de su brillante filmografía
Tras años de andar rondando colateralmente el universo western de Sergio Leone, con guiños de estilo más o menos frontales y solapamientos musicales varios, Tarantino cierra al fin el círculo y avista tierra para colonizar el cine del oeste y tutearse, de una vez por todas, con el maestro Leone, redibujando los contornos tradicionales del spaghetti western, pero matizados por una interpretación genuinamente americana y tarantinesca de un género que languidecía de unos años a esta parte tras las brillantes aportaciones de Andrew Dominik con El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford y de James Mangold en El tren de las 3:10. Naturalmente Tarantino, decíamos, coloniza el western pero lo desguaza como solo él sabría, de tal manera que Django desencadenado camine sola, por una senda estrictamente propia encajando en el delirante rompecabezas de la filmografía tarantinana, y brillando como una de las piezas estrella del puzzle.
Lo último del director de Reservoir Dogs es una cuenta pendiente consigo mismo y con la historia del cine popular americano. A vueltas con esa lúdica obsesión por el cine italiano de subgénero, ya manifiesta en la relectura de Quel maledetto treno blindato, disfrazada hace unos años de Malditos bastardos, Tarantino se descuelga con su particular Hasta que llegó su hora, pero con un olfato para la coreografía balística que bebe de la plástica criminal auto paródica del cine oriental, de estilizadas carnicerías a todo trapo.
De hecho Tarantino no es el único discípulo aventajado de Leone en el cine de hoy. También lo fue el hongkonés Johnnie To con la formidable Exiled, prima-hermana formalmente hablando de este delirante western esclavista que filma, como no podía ser de otro modo viniendo de quien viene, la cara B de un género que tradicionalmente escondió a los esclavos afroamericanos, uno de los grandes protagonistas del período, en un rincón con visibilidad cero. Tarantino rinde justicia a los grandes olvidados del western heroizando a un pistolero negro y demonizando al blanco negrero que construye su prosperidad sobre las espaldas rotas de sus desdichados siervos.
Quien rompe las cadenas aquí no es Django, sino el western, que salda con Tarantino a los mandos una deuda histórica y repara un ninguneo indignante. Y es en esa transgresión de las normas del cine clásico, y xenófobo, del oeste, donde Tarantino encuentra coartada para esculpir un western que no se parece, nobleza obliga, a ningún otro. Habitado por una cuadrilla de indeseables absolutamente memorable, Django desencadenado escenifica la madurez del genio en un oeste mitificado como mandan los cánones, pero a la vez sucio y rastrero, donde la causa justa es el germen, y he ahí la gracia, de una rebelión social.
Brillante de la primera a la última secuencia, moldeada alrededor de un libreto de una calidad dramatúrgica sin parangón en la filmografía tarantiniana, lo nuevo del enfant terrible del cine americano descansa sobre una colección de diálogos sublimes, un menú de caracterizaciones con potencial mítico-icónico muy notable y una recuperada maestría para la digresión gratuita que se perdía en la sobrevalorada Malditos bastardos, que era solo eso, digresión sin película de fondo.
Los desequilibrios de allí están aquí perfectamente corregidos, y aunque no faltará quien acuse a Tarantino de irse por las ramas con media hora de película de más, Django desencadenado es de esas cintas cuyo exceso se disculpa porque no querrías que terminara nunca. Tarantino nunca hizo ni puñetero caso de las normas narrativas tradicionales, y su última película no cambia de tercio, pero es en el desvarío y el paréntesis gratuito donde emerge la genialidad del inusual maestro, que regala aquí dos papeles memorables a Christoph Waltz y Leonardo DiCaprio, que saben coger el guante y corresponder con dos composiciones con toda la pinta de legendarias
Lo mejor:
Lo difícil que es ponerle peros
Lo peor:
Si nos ponemos académicos igual le sobran veinte minutos