Como diamantes en el cielo.
La tercera película de la francesa Céline Sciamma supone, antes que nada, un enorme salto cualitativo con respecto a su filmografía previa. Como Lirios de agua (2007) y Tomboy (2011), Girlhood se centra en una serie de episodios determinantes en la transición de sus protagonistas adolescentes a la vida adulta. Desde su ópera prima, Sciamma se ha aproximado a la configuración de la identidad genérica en la pubertad, al descubrimiento de la sexualidad a través de la exploración de los límites y alcances del propio cuerpo. Una búsqueda que, a menudo, rompe con la performatividad de género normativizada para adentrarse en los dominios ambivalentes de lo queer.
Por tanto, no se trata tanto de que Marie (Adéle Haenel), Mickäel/Laure (Zoé Héran) o Marieme ( Karidja Touré) cristalicen su sexualidad en pulsiones lésbicas, sino que dinamitan lo que sus entornos esperan de ellas en lo que concierne a su asunción de un rol genérico. Es menos un asunto relativo a la orientación del deseo que a la emancipación del mismo, revelando que el género, lo masculino y lo femenino, son meros constructos culturales, lingüísticos. Así, en Tomboy, Laure urdirá su propia ficción identitaria al presentarse como Mickäel, aunque la consecuencia última sea recibir el más duro castigo: regresar, humillada, al redil de la heteronormatividad.
Siguiendo el mismo camino, Girlhood -culminación de una trilogía, en palabras de su autora, involuntaria- describe el proceso por el que Marieme, una chica de dieciséis años residente del extrarradio parisino, adquiere consciencia de los mecanismos de la violencia estructural; es decir, de su pertenencia a categorías -mujer, negra y de clase baja- que sellan su condena en una sociedad esencialmente patriarcal. Tal como sucedía en las dos producciones anteriores de Sciamma, Girlhood se distancia notoriamente de ese naturalismo de cámara trémula y sequedad expositiva que, demasiado a menudo, camufla una mirada elitista -la de quien se limita a reflejar oblicuamente una realidad social con el fin único de robustecer una determinada tesis ideológica- y la moral repugnante del entomólogo condescendiente.
La realizadora, en cambio, encuentra un perfecto equilibrio entre la estilización dramática y una espontaneidad que le debemos, en gran medida, a un elenco conformado por intérpretes mayoritariamente no profesionales. Sin rastro de determinismo derrotista -imaginen el mismo largometraje pero firmado por los plastas de los Dardenne-, Girlhood es un trabajo que rompe, en ética y en estética, con el canon predominante del relato de maduración enmarcado en un contexto hostil. Exaltación sin ataduras de la belleza del cuerpo, ocasionalmente divertida y finalmente inspiradora, la película consigue, gracias a la rigurosidad de la realización y a la bella fotografía de Crystel Fournier -colaboradora habitual de Sciamma-, articular imágenes de un poderoso fragor sensitivo que no traicionan la crudeza de la historia, pero que rechazan cualquier adscripción al realismo pedestre. En cambio, la cineasta opta por la apropiación de imaginarios pop cercanos a los personajes para abordar la dimensión emocional de la narración.
Seccionada en tres segmentos -introducidos por breves interludios musicales-, en Girlhood el espectador asiste a la creación de un espacio femenino compartido que se erige en última trinchera de resistencia contra una masculinidad depredadora: la familia dominada por un hermano violento, donde la madre es apenas una sombra cabizbaja que trae dinero cada fin de mes; una relación de pareja que discurre por los cauces tradicionales; y una sombría inserción en el mercado laboral que termina por cosificar a Mariame. Hermanada con Foxfire ( Laurent Cantet, 2013), Girlhood no disimula su carácter de alegato antipatriarcal y aúna todos los atributos para convertirse en una suerte de manifiesto feminista de la Europa diaspórica, aunque su discurso tiene una clara proyección universal y de profunda vigencia en una época en la que los feminismos han resurgido con fuerza y no parecen tener ánimos de marcharse.
Girlhood es, al fin y al cabo, una obra que juega a la inversión feroz del canon representacional de lo femenino: pocas veces el cine contemporáneo había llevado a cabo esta tarea con la fascinante agresividad del alucinado partido de rugby que abre el filme o la sugestiva escena en la que Marieme se afirma como sujeto de deseo. Sciamma logra algo extraordinario: sabe calibrar con precisión la disociación entre las experiencias de la protagonista y el punto de vista de la directora, que se funden en el momento clave de Girlhood: cuando Diamonds de Rihanna se erige en catártica, conmovedora glorificación del empoderamiento, de «la belleza de la voluntad humana».
Lo mejor:
Es una de las mejores películas del cine francés reciente. La fuerza de su discurso se corresponde con unas imágenes de enorme poder expresivo
Lo peor:
Que haya quien se resista a verla por temor a encontrarse un drama social prefabricado