Pan con mantequilla
Los familiarizados con la jerga del show business televisivo conocerán la formulación bread and butter, pan con mantequilla, que tiene una triple acepción: programas reducidos a la mínima expresión creativa, que podemos ver sin alterarnos mientras tendemos la ropa o disfrutamos de la merienda, y que procuran beneficios abultados en términos de coste/audiencia y de atractivo para la inversión publicitaria. Pionero en el uso del concepto bread and butter fue Leonard Goldenson, presidente de ABC, cadena esencial para la introducción del universo Disney en los hogares estadounidenses durante los años cincuenta. Para Goldenson, era prioritario que el pan con mantequilla audiovisual ofrecido a los niños cada tarde no fuese "imaginativo, o al menos, no imaginativo en el sentido absurdo de que incite a soñar; lo que quiere la gente, son fantasías con las que poder identificarse".
El paradigma reaccionario, a niveles discursivo y artístico, que se deduce de esas palabras, asola a cada tanto la cultura mainstream. Ocurre actualmente. A consecuencia de la recesión económica, vivimos el auge de estilos de vida marcados por la precariedad laboral y emocional y la falta de perspectivas de futuro. Se ha hecho precisa una autocosificación del individuo; una mutación de la identidad en marca capaz de garantizar su preeminencia en un mercado de valores tangibles e intangibles con los que se especula en la bolsa de la esfera pública virtual. Y, para dignificar esa marca personal frente a los demás y uno mismo, para que el avatar pueda simular que detrás suyo hay un ser humano, no le ha quedado otra que exacerbar su adscripción a causas ideológicas justas, que ejercen un papel similar al que juegan en las grandes corporaciones de siempre las inversiones socialmente responsables.
En este sentido, uno de los eventos más elocuentes del año ha sido la retirada de la publicidad correspondiente a un refresco por apropiarse irrespetuosamente de los modos y maneras identificativos de los social justice warriors. El escándalo no estriba en que la compañía haya replicado unos determinados valores y gestos. Sino en que estos son, en efecto, perfectamente clonables por lo establecido, en tanto una facción y su ¿opuesta? son cómplices, están atrapados, en la elaboración y consumo del mismo bread and butter: idéntica corrección política -conservadurismo moral-, idéntica estética cuqui -emasculada de toda arista gráfica-, idéntico anhelo por eludir compromisos imaginativos con lo real en favor de fantasías autocomplacientes de cariz propagandístico. El fallo de la empresa de refrescos ha sido el evidenciar, en el último plano del anuncio, que hablaba de un producto, en vez de hacer que su marca recorriese de principio a fin las imágenes como estado del espíritu indisociable de las proclamas concienciadas.
Disney ha sido, y es, más hábil. Lo demuestra el pan con mantequilla con que satura la pantalla global desde hace unos años alternando su etiqueta principal y las de Marvel y Star Wars. El conformismo, en particular, de sus ficciones superheroicas, es cada vez más evidente. Su uniformidad argumental y formal, su interpretación mundana de lo maravilloso, cansan apenas ha empezado uno a ver cualquiera de ellas. Sin embargo, lo friendly de repartos y tonalidades fotográficas, su atención banal por la diversidad, la sensiblería low cost de que hacen gala, y una irreverencia de estar por casa, han hecho de ellas entretenimientos que halagan el aburguesamiento intelectual de toda clase de públicos. La aventura inaugural de los Guardianes de la Galaxia (2014) se constituyó en una de las máximas valedoras de dicha estrategia. Ello puede explicar, que no justificar, la arrogancia con que, desde sus planos iniciales, este segundo volumen -que nos sume en una intriga en torno a la auténtica naturaleza del padre de Star-Lord ( Chris Pratt)- deviene una celebración de los signos del filme previo, casi una recuperación de los mismos en clave de musical, a lo que contribuyen el aluvión de añejas canciones pop que anega la banda sonora, y unos últimos minutos de pornografía sentimental lindante con la representación operística.
Tal exceso de confianza por parte del guionista y director James Gunn en las virtudes de su creación, su búsqueda obscena de la complicidad del espectador, tiene relación directa con la endeble, soporífera narrativa del filme, y con las negligencias perceptibles en los controles de calidad meramente industrial: diálogos e interpretaciones mediocres, un empleo desmedido de los cromas digitales, y, en ocasiones, una integración desafortunada en ellos de los actores. Cabe reconocerle a Gunn el esfuerzo por hacer dignas de un cartoon o la animación psicodélica escenas como los saltos por el hiperespacio, o los recorridos del arma usada por Yondu (Michael Rooker). Ello no basta para recomendar la película. Menos, si se considera que la transgresión amable del universo Guardianes, es una máscara de la domesticidad literal y metafórica más absoluta, la apología fanática de la institución familiar, y una asexualidad puritana.
Lo más sugestivo con mucho de la película, es la presencia durante sus primeros minutos de una magnífica, escalofriante recreación digital de Kurt Russell con treinta años menos. Que el motivo responda a que su personaje está fecundando semillas de criaturas híbridas que llegan en 2017 a su plenitud, propicia muchas lecturas sobre la nostalgia vampírica que sufrimos respecto de la década de los ochenta. Pero el efébico rostro artificial de Russell remite casi más a las anodinas producciones Disney que le dieron a conocer: Mi cerebro es electrónico (1969), Un ejecutivo muy mono (1971). El pan con mantequilla ha recorrido un largo trayecto espacio-temporal hasta resurgir, hoy, tanto o más revenido que ayer.
Lo mejor:
Los ocasionales intentos, afortunados o no, de James Gunn por jugar con las imágenes
Lo peor:
La película es mucho menos ingeniosa y encantadora de lo que se cree