David Yates resucita la franquicia del niño mago con un espectacular fin de fiesta a la altura de los primeros capítulos
Nadie duda ya de cuán innecesario era escindir el último volumen de la saga en dos capítulos. La tentación de seguir tirando del hilo hasta romperlo fue demasiado fuerte, y una vez despachada la última entrega de la franquicia tales intenciones emergen cristalinas. Harry Potter y las reliquias de la muerte 2 es una excelente película de aventuras, lo que no fueron ninguna de sus predecesoras, al menos, desde el final del cuarto capítulo. Pero está coja; y lo está por culpa del gratuito desdoblamiento.
No hay duda de que en tres horas podría haberse despachado, sin agobios, el último libro de la saga en una única película con planteamiento, nudo y desenlace. Lo malo es que el último Potter carece de planteamiento y arranca en mitad del nudo con el marrón de enmendar el viaje a ningún sitio del episodio 7.1 (y en realidad también del 5 y el 6). La buena noticia es que lo consigue a costa de un climax muy potente, de una vuelta a las raíces, de una reconciliación con el espíritu aquel de las tres primeras entregas.
David Yates borda aquí el equilibrio que se le escapaba por completo en las tres películas anteriores; la tensión emocional vuelve a rimar con la intercia de la aventura, con la dinámica de sortilegios. El quid de la cuestión es la decisiva batalla de Hogwarts, y a su alrrededor emergen claros y oportunos los conflictos (el tormentoso heroísmo de Snape, la astucia recién adquirida de Ron, el vínculo inquebrantable Potter-Voldemort…), las astillas del pasado, las cuentas por saldar.
Ni que decir tiene que la batalla en cuestión destila todo el aliento épico que se le presupone a un climax tan antinaturalmente demorado en seculas de relleno y sin historia. Pero en la explosión de adrenalina mágico-aventurera resucita la empatía perdida con unos personajes que recuperan carisma y objetivos.
La inspiración visual, además, la agilidad del montaje, el ritmo preciso de la adictiva narración nos hacen olvidar durante dos largas horas las penurias y sinsabores del inmovilismo precedente. Yates habría rizado el rizo fundiendo el 7.1 y el 7.2; los defectos de uno y otro, muy gruesos en el caso del primero y solo livianos en el caso del segundo, se habrían neutralizado mutuamente pero, claro está, el negocio solo habría sido la mitad de redondo, es decir, ganaríamos una gran película pero perderíamos mil millones de dólares.
Por fortuna la guinda del pastel está en su sitio, Hogwarts echa el cierre a lo grande y los niños magos se doctoran con matrícula, aunque Daniel Radcliffe siga necesitando con urgencia un curso de arte dramático que le consienta aprender un oficio que, a diferencia de sus dos compañeros de aventuras, no aprendió ocho películas de Harry Potter después
Lo mejor:
Que, in extremis, la saga recupere sus esencias
Lo peor:
El lastre del Harry Potter 7.1