La quinta estación
Resulta sintomático de nuestro presente que, tanto las publicaciones de tendencias culturales, como las especializadas en cine, estén insistiendo en detallarnos los modelos añejos a que se remite La ciudad de las estrellas -los musicales tempranos y de madurez producidos por Metro-Goldwyn-Mayer, los dramas rabiosos en Cinemascope que gestó Hollywood en los años cincuenta, las fábulas realistas de Jacques Demy-, y se anden con cautela en cambio a la hora de preguntarse y hacer que nos preguntemos si tienen pertinencia tal y como los ha leído Damien Chazelle, y, lo más relevante: si, transfigurados por la mirada del director y guionista estadounidense, permiten vislumbrar un futuro plausible para el género que recupera su película, y el propio medio fílmico tal y como él lo concibe.
El joven cineasta es más osado que sus apologetas, quién sabe si incapaces o temerosos de abrir la caja de Pandora de su tiempo y quedar deslumbrados por su complejidad y su belleza latente. En tanto artista comprometido plenamente con una labor que roba a la vida tiempo y le devuelve eternidad -argumento esencial de La ciudad de las estrellas y sus previas Guy and Madeline on a Park Bench (2009) y Whiplash (2014)-, Chazelle se basta y se sobra para plantearse con ambición los interrogantes apuntados… y arrasar con ellos. Véase la sucesión de logotipos de productoras que desemboca en la primera secuencia de La ciudad de las estrellas, tratados para recrear un avance histórico de la fotografía cinematográfica y los formatos de pantalla; se recoge así sin complejos el testigo de un acervo, que se imbrica con naturalidad en el aporte al mismo que nos ocupa. O el count off del pianista de jazz Sebastian ( Ryan Gosling) que despide el relato y lo abre a un mañana del que nos sugiere responsabilizarnos. O el momento en que Seb y la aspirante a actriz Mia ( Emma Stone), víctimas de un hoy asolado por la incertidumbre socioeconómica, la beatería ideológica y, como consecuencia, la medianía creativa, salen de una fiesta y, pese a sentirse atraídos el uno por el otro, se niegan con cinismo la posibilidad de respirar al unísono el fastuoso atardecer urbano que orquestan la fotografía de Linus Sandgren y la banda sonora de Justin Hurwitz, colaborador habitual del realizador.
Sin embargo, Chazelle confía en los potenciales de Mia y Seb, y les obsequia con un despliegue de recursos entusiasta, ecléctico hasta lo imprudente, que se burla de los temores del músico en torno a un momento cultural tan poco riguroso como para que un local nocturno presuma de combinar en su oferta samba y tapas. Sí, conviene Chazelle, tal es la coyuntura, pero depende de nosotros mudar el posmodernismo estéril que emana de ello o de una nostalgia rancia, en vida nueva, en un horizonte por explorar. Y eso constituye el metraje intrépido y abrumador de La ciudad de las estrellas: fuegos artificiales, y copas a rebosar, y luces de neón, y vestidos estremecidos por las melodías azarosas de la noche; panorámicas sobre pupilas anegadas en ilusiones, autopistas atestadas de baile, cuerpos que planean en el agua e instrumentos en llamas; melodías que recuerdan a siempre y suenan a nunca; la cartografía de una masculinidad herida de muerte, melancólica y al tiempo risueña, encarnada por el bello payaso triste Ryan Gosling, y de una mujer en marcha que crepita en los ojos sobrecogedores como estrellas de Emma Stone; y una estampa de Los Ángeles tan verista y tan cinematográfica, tan viva y plena, como hacía décadas que no se veía en el cine estadounidense, desde Short Cuts (1993), Pulp Fiction (1994) o Magnolia (1999).
En este aspecto, conviene señalar que, aunque nos hallamos ante una historia de amor acunada por cuatro -cinco- estaciones del año, en la estela dramática de las versiones varias de Ha nacido una estrella o New York, New York (1977), no se rinden cuentas excesivas, ni a lo narrativo, ni a unos personajes de hechuras humanas. Como tanto cine actual, La ciudad de las estrellas no es una ficción, sino un ensayo sobre el poso y la actualidad de los signos estereotípicos de la ficción. Mia representa el cine y las servidumbres de su producción en la Meca del Cine, y Seb, la música y los condicionantes de su práctica mainstream, como testimonian las escenas sucesivas en que se cuentan el uno al otro el origen y alcance de sus vocaciones: el texto de Stone se superpone a un rodaje, el de Gosling a una interpretación en vivo. Damien Chazelle ha sacado nuevamente sus dos pasiones -las películas, el jazz- a bailar, para, lo apuntábamos al comienzo, testar su estado de salud, vigorizarlo, y recordarse y recordarnos que, como declaró Louise Bourgeois, "el creador sacrifica su vida en nombre del arte, no porque quiera, sino porque no puede hacer otra cosa". Afán, concluye La ciudad de las estrellas en su quinta estación, que redunda en que nuestra existencia adquiera matices incógnitos, perspectivas vírgenes, tonalidades más sugerentes: el scope de los sueños. Una apología del arte más revolucionaria que nunca en la era de la autoficción ombliguista, la hiperinflación virtual del yo, que requiere del espectador la misma generosidad con que Chazelle se ha volcado en pantalla, y que da cuenta extática de sus objetivos en el tema The Fools Who Dream, interpretado por Emma Stone: "She captured a feeling / Sky with no ceiling / Sunset inside a frame".
Lo mejor:
Es una película que desborda entusiasmo y confianza en el presente y el futuro del medio
Lo peor:
Envejecerá mal; como casi todos nosotros, por otra parte