De la Iglesia juega otra vez en si terreno predilecto, con una comedia de acción trepidante algo descompensada pero con incontables golpes de genio
Dos incursiones en el cine "serio" crean mono de Rock n´Roll. En efecto, el de Las brujas de Zugarramurdi es el Alex de la Iglesia macarra y travieso de El día de la bestia o La comunidad, solo que esta vez la responsabilidad es doble, porque no hablamos de una película de producción liviana, de logística sencilla, precisamente. Decorada con unos efectos visuales casi siempre brillantes, a la altura de una superproducción del otro lado del charco, la incursión del director vasco en el siniestro universo de las brujería navarra (siniestro por los inquisidores, no por las brujas) alcanza cotas de delirio inéditas en su carrera (palabras mayores).
De la Iglesia suelta el freno desde la primera secuencia, un pintoresco asalto a mano armada en la Puerta del Sol de Madrid acribillando a balazos sin piedad a Bob Esponja. Desde ahí la película es un non-stop. Con un muy ajustado equilibrio entre comedia de acción y cinta de terror cafre transitando siempre en el filo del alambre, y asumiendo el riesgo de despeñarse por exceso de velocidad en medio del monumental desmadre.
Secuencias frenéticas y brillantes: el atraco en Sol, la cena en casa de las brujas, el aquelarre final… De la Iglesia filma algunas de las secuencias más brillantes y complejas de su carrera, aunque entre ellas se eche de menos la cohesión y homogeneidad de sus mejores películas. A vueltas con la idea, brillantemente exprimida, del matriarcado ancestral, el director de Balada triste de trompeta no deja títere con cabeza. Las brujas son ellas, pero ellas en sentido macro y universal, dominantes, manipuladores y sutilmente crueles; ellos, sin embargo, pobres diablos, peleles sin sustancia, marionetas en manos de ellas. Es, de hecho, esa caricatura de género uno de los argumentos más sólidos en favor de De la Iglesia.
En su contra, la incapacidad (voluntaria pero excesiva) de sujetar las riendas de un relato que a veces parece avanzar más como la suma de descacharrantes ocurrencias, de retales sueltos, que como una comedia de acción con balance adecuado. Tanta demencia humorística, por acumulación acaba saturando, y si bien sería injusto no admitir los extraordinarios progresos de Mario Casas en tiempo y películas recientes, se revela aquí como una elección tan atrevida como, probablemente, equivocada. Falta un punto de mesura en medio del caos, pero bien es cierto que De la Iglesia no es director de los que hace prisioneros.
Lo mejor:
Un ritmo de infarto
Lo peor:
Que eso a veces juega en su contra