Ver, o no ver
Puede que Nunca apagues la luz sea una de las películas más simplonas del año. También es una de las más efectivas y perturbadoras. Su director y co-guionista es el sueco David F. Sandberg, que se ha hecho célebre gracias a una serie de inquietantes cortometrajes producidos en régimen de cooperativa y distribuidos por Internet. Todos ellos juegan con las expectativas del espectador en términos muy primarios, limitando el terror a lo atávico: luz, oscuridad, ausencia, presencia. Los cortos de Sandberg, y, en particular, Lights Out (2013), origen de esta su ópera prima en el campo del largometraje, pueden entenderse como susto, broma macabra, mero impacto. Pero albergan, y es algo especialmente perceptible en Lights Out y Coffer (2014), una comprensión muy lúcida de los mecanismos audiovisuales del miedo, incluso de las implicaciones metafísicas de dicha sensación: ¿Es más traumático ver lo peor imaginable con toda claridad, o perderse en las tinieblas de la propia imaginación? ¿Qué tememos y ansiamos hallar en la oscuridad? ¿Puede satisfacer una imagen o sonido concreto dicha atracción apenas consciente por la negrura? ¿Qué nos sitúa más cerca de la catarsis sublime, mezcla de lo más bello y lo más terrible: la expresión cristalina de la obscenidad de la vida, la imagen tabú de lo monstruoso, la opacidad precursora de la muerte…?
Nunca apagues la luz atempera, que no obvia, esas inquietudes, al tratarse de un relato de mayor duración. La justa, por otra parte: si se descuentan el prólogo y los títulos de créditos finales, apenas se supera la hora de metraje. En cualquier caso, Sandberg y Eric Heisserer añaden efectos narrativos y dramáticos que, todo sea dicho, funcionan en la sencillez de sus planteamientos mejor que los intentos de sofisticación en propuestas más ambiciosas, y que brindan aristas incómodas en lo tocante a sus reflexiones sobre el peso del ayer y los traumas en el desarrollo de la existencia, que hermanan la película con las recientes Oculus (2013) y Babadook (2014): una joven, Rebecca ( Teresa Palmer), ha de volver al hogar familiar, al que renunció años atrás debido a la inestabilidad psiquiátrica de su madre, Sophie ( Maria Bello), y a la atemorizante presencia de una figura amparada en la oscuridad, Diana. Rebecca, como es lógico, no tiene ningún interés en revivir los problemas de su infancia, pero tampoco se ve capaz de abandonar a su suerte a su hermano pequeño, Martin (Gabriel Bateman), que empieza a verse en las mismas circunstancias que ella antaño a medida que la salud mental de Sophie se deteriora.
Resulta chocante hasta qué punto armonizan en pantalla el conflicto familiar, los momentos de puro terror, y la presentación en sociedad de un posible nuevo icono del género, la temible Diana (Alicia Vela-Bailey), que debe mucho en su formulación a hitos contemporáneos del género como Ringu (1998) y Dark Water (2002). Hasta la calificación moral PG-13 que ostenta Nunca apagues la luz, señal habitualmente de que el terror que vamos a presenciar dejará poca huella, en esta ocasión ayuda a que el contraste entre el realismo cinematográfico que se plasma, sin duda átono, y la irrupción de lo sobrenatural, sea más agresiva. Si a ello le sumamos la inspirada fotografía de Marc Spicer -véanse los últimos minutos, que combinan la iluminación de apliques, móviles, linternas y lámparas ultravioletas-, la conclusión es que Nunca apagues la luz resulta, si no memorable -su tono premeditadamente modesto le juega malas pasadas en más de una ocasión-, sí uno de los títulos más satisfactorios en sus propios términos del verano. Además de una de las películas de terror que más ha confiado en el poder primario de la imagen y sus contrastes que uno recuerda, en la estela del cine de Jacques Tourneur, o títulos más a su alcance como Darkness (2002) y En la oscuridad (2003).
Lo mejor:
David F. Sandberg usa y abusa de unos efectos terroríficos que acaban siendo muy reconocibles, pero que siempre funcionan
Lo peor:
Es una película, evidentemente, barata, y en más de un aspecto