Tradición y modernidad.
En una época de crispación ideológica como la presente, obsesionada con enfangar la cultura y la ficción para rebajarlas a la altura de nuestras limitaciones, alivia toparse con Cars 3. Una película plagada de discursos, pero respetuosa con lo que narra y, por tanto, con la inteligencia del espectador infantil. Obviamente, Cars 3 es el tercer episodio de la serie dedicada por Pixar a un universo autosuficiente de vehículos, cuyas entregas previas -estrenadas en 2006 y 2011- supusieron el principio del fin para la invulnerabilidad crítica del estudio de animación norteamericano, en base entre otras cosas a la evidencia de la conversión de las imágenes digitales de ambos filmes en anuncios de juguetes. Cars 3 no se libra de ello, pero hay un mimo en su relato -la crisis de confianza del coche Lightning McQueen ante la llegada de nuevos y agresivos competidores al circuito de carreras – que hace de ella el título quizá más ameno de la saga. Y en la fábula se saben imbricar consideraciones apasionantes sobre el sentido profundo de ganar y perder -argumento clásico en Pixar -, la tradición y la tecnología, y los relevos generacionales y de género.
Lo mejor:
La melancolía reincidente en Radiator Springs.
Lo peor:
El tono de la saga a veces no es infantil, sino pueril.